O por qué hacer milagros es más fácil que gobernar.
En el país nos damos el lujo de tener gobernantes que toman sus primeras clases en el mismo Palacio de Gobierno. Para algunos, Humala ha tomado decisiones políticas sinuosas, zigzagueantes. Para otros, ha seguido un curso acelerado donde brilla su pragmatismo. La designación de un nuevo gabinete a cuatro meses de asumir la Presidencia (todo un récord en nuestra historia democrática) ratifica su utilitarismo. Una selección de ministros hecha a la altura de su (in)capacidad: ausencia de pesos políticos propios (con raras excepciones), lealtades incondicionales para quien te sacó del anonimato con un fajín. No es un “gabinete en la sombra”, sino un gabinete de sombras. Predominan los perfiles grises que se pondrán de perfil cuando la tarea les quede grande.
Humala parece decidido a deshacerse de los incómodos. Si bien es cierto, la izquierda perdió el 9 de abril (momento en que se inicia el sinceramiento pragmatista), todavía hacían la finta dando vueltas por el despacho presidencial. Pero no soportaron el roche de las últimas semanas: Estado de Emergencia cuando no ameritaba, detenciones irregulares, nuevos pactos políticos debajo de la mesa. Por el otro lado, fueron ganando terreno los reflejos autoritarios, esa suerte de alma en pena que se apodera de los que ocupan Palacio. No sólo los consejos de Villafuerte o de Valdés, sino el feeling de Locumba, el suspiro callado del Andahuaylazo. Humala así tuvo en frente un dilema digno de Gilberto Santa Rosa: la conciencia le dice polo rojo, el corazón le dice polo verde oliva.
Humala ha convertido “izquierda” y “derecha” en dos adjetivos sin sentido. Aunque no podemos descartar la posibilidad de una amenaza autoritaria (a César Hildebrandt le encanta meter miedo, a Fernando Rospigliosi le gana un prematuro “te lo dije”), por ahora hay un problema más serio que un precoz endurecimiento y es la crisis de representación. Humala se olvida de gobernar a los que votaron por él. Las protestas sociales, desde Ilave hasta Cajamarca –sigo a Levitsky—“surge(n) de la desconfianza, y muchos ciudadanos en el interior no confían en el gobierno porque durante décadas los gobiernos no cumplieron con ellos”. El futuro del país no sólo descansa en las cifras económicas, sino también en la confianza de la gente. Y si Humala sigue perdiendo la credibilidad de los más insatisfechos (no casualmente movilizados), la gobernabilidad empieza a sufrir.
Humala muda su fuente de apoyo de los excluidos (sin partidos y sin líder, su única forma de hacerse oír es la protesta) a sus nuevos “best friends”, los empresarios (con mil formas de hacerse sentir). Pero, más ingenuo que “muchachito del ayer”, cree que puede hacerlo sin costo social. Como una historia que se repite hasta el cansancio, Humala se contenta con el apapacho de los “dueños del país”, a quienes solo les interesa que Castilla siga en el MEF para publicar comunicados de apoyo a quien hace solo 6 meses evitaban. Mientras tanto, el aprendiz de mandatario se ha dedicado a predicar milagros: que Salomón Lerner Ghitis nos parezca bueno, que Alan García aparezca como más sincero (“el cambio responsable” tiene más valor de verdad que su “gran transformación”), que los que tenemos convicciones democráticas defendamos a los “radicales” (víctimas de la arbitrariedad del mandamás), que Zavalita se vuelva cómplice de su propia pregunta. Humala se ha graduado como “comandante de los milagros” antes que como presidente. De eso ya no caben dudas, lo que todavía no tenemos son certezas.
Publicado en Correo Semanal, 15 de Diciembre del 2011
En el país nos damos el lujo de tener gobernantes que toman sus primeras clases en el mismo Palacio de Gobierno. Para algunos, Humala ha tomado decisiones políticas sinuosas, zigzagueantes. Para otros, ha seguido un curso acelerado donde brilla su pragmatismo. La designación de un nuevo gabinete a cuatro meses de asumir la Presidencia (todo un récord en nuestra historia democrática) ratifica su utilitarismo. Una selección de ministros hecha a la altura de su (in)capacidad: ausencia de pesos políticos propios (con raras excepciones), lealtades incondicionales para quien te sacó del anonimato con un fajín. No es un “gabinete en la sombra”, sino un gabinete de sombras. Predominan los perfiles grises que se pondrán de perfil cuando la tarea les quede grande.
Humala parece decidido a deshacerse de los incómodos. Si bien es cierto, la izquierda perdió el 9 de abril (momento en que se inicia el sinceramiento pragmatista), todavía hacían la finta dando vueltas por el despacho presidencial. Pero no soportaron el roche de las últimas semanas: Estado de Emergencia cuando no ameritaba, detenciones irregulares, nuevos pactos políticos debajo de la mesa. Por el otro lado, fueron ganando terreno los reflejos autoritarios, esa suerte de alma en pena que se apodera de los que ocupan Palacio. No sólo los consejos de Villafuerte o de Valdés, sino el feeling de Locumba, el suspiro callado del Andahuaylazo. Humala así tuvo en frente un dilema digno de Gilberto Santa Rosa: la conciencia le dice polo rojo, el corazón le dice polo verde oliva.
Humala ha convertido “izquierda” y “derecha” en dos adjetivos sin sentido. Aunque no podemos descartar la posibilidad de una amenaza autoritaria (a César Hildebrandt le encanta meter miedo, a Fernando Rospigliosi le gana un prematuro “te lo dije”), por ahora hay un problema más serio que un precoz endurecimiento y es la crisis de representación. Humala se olvida de gobernar a los que votaron por él. Las protestas sociales, desde Ilave hasta Cajamarca –sigo a Levitsky—“surge(n) de la desconfianza, y muchos ciudadanos en el interior no confían en el gobierno porque durante décadas los gobiernos no cumplieron con ellos”. El futuro del país no sólo descansa en las cifras económicas, sino también en la confianza de la gente. Y si Humala sigue perdiendo la credibilidad de los más insatisfechos (no casualmente movilizados), la gobernabilidad empieza a sufrir.
Humala muda su fuente de apoyo de los excluidos (sin partidos y sin líder, su única forma de hacerse oír es la protesta) a sus nuevos “best friends”, los empresarios (con mil formas de hacerse sentir). Pero, más ingenuo que “muchachito del ayer”, cree que puede hacerlo sin costo social. Como una historia que se repite hasta el cansancio, Humala se contenta con el apapacho de los “dueños del país”, a quienes solo les interesa que Castilla siga en el MEF para publicar comunicados de apoyo a quien hace solo 6 meses evitaban. Mientras tanto, el aprendiz de mandatario se ha dedicado a predicar milagros: que Salomón Lerner Ghitis nos parezca bueno, que Alan García aparezca como más sincero (“el cambio responsable” tiene más valor de verdad que su “gran transformación”), que los que tenemos convicciones democráticas defendamos a los “radicales” (víctimas de la arbitrariedad del mandamás), que Zavalita se vuelva cómplice de su propia pregunta. Humala se ha graduado como “comandante de los milagros” antes que como presidente. De eso ya no caben dudas, lo que todavía no tenemos son certezas.
Publicado en Correo Semanal, 15 de Diciembre del 2011
Creo que te equivocas en algo sustancial. Los que votaron por el Humala "izquierdista" fueron sólo un 30%. El resto de votos se repartió en distintos empaques de derecha.
ReplyDeletePara la segunda vuelta hubo un maniqueísmo entre Humala y Fujimori. Una elección que fue llevada a lo ético y en la que perdimos los pragmáticos... Pero una lucha ética entre avalar un gobierno que seguramente sería corrupto y pisotearía DDHH vs. la otra opción de la que "no se tenían certezas...
La gente no votó en segunda vuelta por planes de gobierno ni por un repentino arrebato socialista en nuestra sociedad (los caviares deberían entenderlo, son minoría!)
Tu análisis no llega a ese punto básico para entender el pragmatismo actual de Humala... está dirigiendo para la mayoría (70% que votó por la derecha), evitando descontentar mucho al otro 30%
saludos,
césar balladares
Estoy hablando de los movilizados que votaron por Humala, aquellos de los "conflictos sociales"
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