En defensa del Congreso
Es una
de las instituciones políticas más desprestigiadas, aquí o en cualquier
democracia del mundo. Parecería que, inclusive, su función es la de pararrayos
de la insatisfacción ciudadana. El Congreso puede sintetizar todo lo que
rechazamos de la política: resultados poco concretos, lentitud, demagogia,
intromisión de intereses particulares en asuntos públicos. Políticamente
resulta suicida defenderlo, pero es necesario hacerlo.
La
democracia se funda en el equilibrio de poderes, en el cual la rama legislativa
es el primer poder del Estado. En ella recae la representación ideológica,
regional, y clasista de nuestra sociedad. En la práctica, sin embargo, no ha
conseguido traducir los votos en bancadas que transmitan a través de leyes y
fiscalizaciones el clamor de un país complejo, para muchos, imposible de
representar.
Nuestro
Parlamento carece de congresistas experimentados y de grupos cohesionados programáticamente
(con la excepción del fujimorismo). La baja tasa de reelección, la débil
consistencia de las alianzas políticas y un excesivo centralismo coadyuvan como
factores estructurales que suman al desprestigio propio de carreras legislativas,
en la mayoría de los casos, opacas y no ajenas a escándalos.
Sin
embargo, desde el 2011 se han emprendido iniciativas que –si bien son
polémicas—han buscado salir de la inercia del desprestigio y la inoperancia. El
Pleno Descentralizado de Ica, la formación de “gestores parlamentarios” y el
reciente incremento de los gastos operativos conforman esa serie de intentos por
hallar la fórmula perdida de la representación política.
Paradójicamente
estas medidas (truncadas por presiones mediáticas) han sido el blanco de
severas críticas de parte de un sector de la prensa de probada reputación
democrática. Cualquier acción que involucre gastos adicionales –por más que sea
legal—es atacada irremediablemente. ¿Cómo fortalecer el Congreso entonces? ¿Cómo
convertirla en una institución receptiva a los ciudadanos? ¿Es posible mejorar
nuestra política sin recurrir a abrir la billetera?
El
cuestionamiento a los malos congresistas no debería conducir a la
estigmatización de la institución parlamentaria como tal. La crítica llevada a
los extremos puede resultar cómplice de los reflejos autoritarios que produjeron,
ya una vez, el cierre del Legislativo.
El 5 de
abril de 1992 se explica con tres elementos: un Ejecutivo ambicioso,
autoritario y sin valores democráticos; una opinión pública convencida de que
se puede prescindir de su principal canal formal de representación; y un
contexto generalizado de crisis. No cumplimos el tercer requisito,
afortunadamente; pero no estamos curados de los dos primeros.
Por un
lado, parecería que hemos aprendido la lección: sabemos en carne propia a lo
que puede llevar un Ejecutivo sin Congreso ni Poder Judicial. Pero por otro, creería
que nuestra “democracia dedo meñique” prefiere las formas del “buen gusto”
neoliberal (Estado austero, partidos elitistas, congresistas de páginas de
sociales) que es capaz de sacrificar un pilar de la democracia, con tal de
extinguir “otorongos”. No es necesario “adoptar a un congresista”, sino adoptar
con sensatez una posición crítica y, a la vez, propositiva. El futuro de la
democracia se lo agradecerá.
Publicado
en El Comercio el 1 de enero del 2013.
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