El Perú es un país de desencuentros. Los últimos gobiernos no han conseguido generar un discurso político traducido en políticas públicas que logren paliar en algo las distancias sociales o, al menos, el acceso a los beneficios del progreso económico. De izquierda a derecha solo tenemos intentos fallidos. La izquierda setentera y sus herederos se han dirigido al “proletariado” o al “campesinado”, construyendo una identificación política colectiva tomando como base los determinismos de la actividad económica de la clase sometida. Luego, con más culpa que con reflejo, se evolucionó hacia la categorización de “pobres” y “excluidos”, categorías que ganaron cierto consenso. Se habló de los “sin voz” y la (buena) intención de toda política: el “empoderamiento”, siempre partiendo de la premisa de la subordinación y de los sujetos como actores pasivos. El discurso de la “inclusión social” es su más reciente versión y se sustenta en el desvalido a quien no le llega nada. La culpa se impone como leitmotiv de cualquier cambio social.
La derecha no se salva. Quizás su rollo más articulado haya sido el concebir a las clases bajas como informales, potenciales microcapitalistas cuya principal (¿y única?) actividad es económica y que se realiza al margen de las reglas de juego impuestas por el sistema (el mismo que los oprime, claro está). Ambas tendencias definen a las clases populares (sic) casi exclusivamente por su poder adquisitivo. Cuando sus discursos intentan dar el salto a la política, desfallecen. En las alternativas planteadas de “más Estado” o de “legalidad” hay un tímido reflejo de búsqueda de algo extra que no termina por precisarse. La izquierda ve pobres y excluidos, y la derecha ve informales. Nadie ve ciudadanos.
La generación de políticas sociales es el espacio donde aterrizar los discursos y convertirlos en realidad. La historia reciente da cuenta de programas sociales que buscaron una inclusión clientelar (el Fujimorismo), que se refugiaron en el tecnicismo vacio (durante el gobierno de Toledo) o pensaron que el cemento centralista bastaba (durante García II). Ollanta Humala tiene la gran oportunidad de distinguirse exitosamente de sus antecesores si convierte al “beneficiario” en un ciudadano, si entiende la “redistribución” como un derecho, y si acompaña el diseño técnico con un discurso político de reivindicación ciudadana en el que no existan “perros del hortelano” ni “mineros con responsabilidad social”, ni pobres ni ricos, ni excluidos ni excluyentes, sino donde todos seamos ciudadanos iguales ante la ley, la política, la economía y la cultura.
Por ejemplo, no puede haber Pensión 65 sin una política nacional de pensiones. Tampoco Cuna Más sin una política global de salud y cuidado infantil. Es necesario trascender la inmediatez de la ganga política. Ello requiere al menos dos columnas: una tecnocracia social profesionalizada y competente, a los mismos niveles que sus pares de las políticas económicas; y un discurso que suponga el ciudadano como sujeto político. Se necesita de la política para evitar el ahondamiento de los desencuentros. Y antes que buscar líderes mesiánicos que resuelven mágicamente los problemas de la gente, requerimos buscar ciudadanos que hagan sostenible un proyecto nacional. Ojalá que las élites (las de siempre y las de turno) lo hagan. El que busca, encuentra.
Publicado en Correo Semanal, 25 de Agosto del 2011
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