Los puentes de los corredores principales de Lima amanecen
con gigantografías que llevan su nombre. Es la primera vez que uno de los miles
de miembros de las fuerzas del orden caídos en la lucha contrasubversiva sale
del anonimato, al menos circunstancialmente. Los políticos se indignan; la
oposición en el Congreso parece encontrar un punto de cohesión (aunque también
de negociación); los periodistas aprenden a no “torturar” al padre de la
víctima con sus micrófonos amenazadores; y los televidentes, desde sus casas,
guardan silencio ante las imágenes dolientes de una familia de San Martín de
Porres cuyo hijo perdió la vida en Echarate.
La próxima semana se cumplen 32 años del inicio del
enfrentamiento entre Sendero Luminoso y el Estado Peruano, y la guerra sigue
cobrando más víctimas. En el pasado, comunidades enteras desaparecían en el
campo, y carros-bombas iluminaban sanguinariamente las noches limeñas. En la
última década, el perfil de la víctima es otro: policías y militares, de origen
humilde, jóvenes que se desplazan a las zonas de emergencia para adentrarse en
la selva en busca de “remanentes” tan minúsculos como hormigas, pero con
sombras gigantescas como de elefantes. Hoy, el héroe policial tiene rostro,
nombre y apellido, César Vilca.
Todos hemos reaccionado tarde, desde las autoridades
políticas, que piensan que su función es hacer la señal de la cruz cuando ven
un milagro, hasta las organizaciones de derechos humanos a quienes les ha
costado abandonar el estereotipo del “militar malvado”. Sin caer en el cliché
de que estas ONG “defienden terroristas” (una generalización tan absurda como
canalla), es evidente que tardaron en identificar las características propias
de nuestra realidad, distinta a la del cono sur, donde –efectivamente-- las
dictaduras militares desaparecieron a sus opositores políticos masiva y
despiadadamente.
Así como un sector de la derecha no reconoce que los
senderistas son también peruanos, la izquierda fundamentalista ha dogmatizado
hasta el estereotipo su imaginería del policía y militar como asesino de
civiles inocentes. Ambos extremos ahondan la incomprensión y desgarran aún más
al país. El reciente pronunciamiento de la Coordinadora Nacional de Derechos
Humanos es un paso acertado para reconocer el valor de la vida, sobre todo de
los que luchan para protegernos.
Nunca antes la muerte de un policía en la lucha contra
Sendero había despertado tanta indignación en la sociedad. Es una muestra de
que el país no requiere de un partido de fútbol para sentirse vivo. Pero
resulta obligatoria la renovación política para el tratamiento de este lastre,
para que César Vilca no regrese al anonimato. Esta exigencia trasciende meros
cambios en las carteras ministeriales como gesto post-mortem de responsabilidad
política y moral. La memoria de Vilca no requiere que la alcaldesa limeña
Villarán bautice a una calle con su nombre ni que el alcalde chalaco Sotomayor
le dé un puesto de trabajo vitalicio a su padre. En temas de seguridad,
gobernar con piloto automático es una ofensa a los jóvenes que mandamos al VRAE
y a la policía como institución.
Publicado en El Comercio, el 8 de Mayo del 2012.
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