Cada cuatro años los estadounidenses van a las urnas a elegir a su Presidente, pero, sobre todo, a refundar el sueño americano. Gana aquel que convence, quien pinta las caras color esperanza, quien se adentra en sus mentes y sus corazones. Pero al final de la jornada, sea quien sea el que haya acumulado más colegios electorales, ninguno habrá logrado el objetivo mayor.
Ni Barack Obama, presidente demócrata que va a la reelección, ni el retador republicano Mitt Romney han devuelto la fe al gringo promedio. De hecho, la mayoría no podrá dormir. Ni esta noche esperando los resultados, ni muchas de las siguientes esperando la recuperación económica.
Obama no es ni la sombra de lo que fue el 2008. De hecho, ha reconocido que como líder ha perdido la capacidad de generar unidad, propósito y entusiasmo en sus gobernados. Su participación en el primer debate presidencial generó tal decepción entre sus seguidores que lo creyeron víctima del soroche de Denver. Impulsó una reforma del sistema de salud, bajó el desempleo a menos del 8% y terminó con Bin Laden; pero no consiguió crear una narrativa de optimismo. Si no fuera por Bill Clinton, medio país no sabría por qué tienen que darle cuatro años más.
Romney se sabía mal candidato en cualquiera de sus versiones. Es cambiante, camaleónico, de mensaje torpe, de política exterior belicosa y portador de una geopolítica que se estancó en la Guerra Fría. No le iría tan bien en el apoyo popular si no fuera por la crisis económica que atraviesa el país. Su discurso se dirige más a las billeteras que a los ciudadanos. Antes que político es un hombre de negocios, en el sentido más llano del término. Como no tenía nada que ofrecer a los migrantes latinos, volvió su mirada a los tratados de libre comercio para las economías al sur de Rio Grande. Pero –vaya sorpresa—ya todos los países interesados lo tienen.
La aprobación congresal es una lágrima. Solo un 17% de encuestados aprueba el trabajo de la rama legislativa (¿y usted se queja de los “otorongos”?). El 55% considera que Estados Unidos requiere de una “gran transformación” (not kidding). Uno de cada seis habitantes del Imperio se encuentra por debajo de la línea de pobreza. El sinsabor contagió a The Economist, que considera que Obama merece “con las justas” ser re-elegido, porque más vale malo conocido que bueno por conocer.
Y en medio del desasosiego político, el sistema de elección ha hecho que solo diez estados importen en la recta final. Las campañas se concentran en los más volátiles (principalmente Ohio, Virginia, Florida y Colorado), agudizando su atención en ellos y, por lo tanto, su sobre-representación. Llega a interesar más fomentar el empleo en Ohio que en el resto del país, sumidos en un rol de espectadores. La adición de desesperanzas mantendrá la participación electoral baja (hoy votarían menos del 60% de registrados). De este modo, lo único predecible es el insomnio, gane quien gane.
Publicado en El Comercio, 6 de Noviembre del 2012.
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