Una alcaldesa que llama “vecinos” a los que
viven en Miraflores y “pobladores” a los que moran en San Juan de Lurigancho. Tecnócratas
con corazón hipster que diseñan
políticas para “pobres”. Académicos monotemáticos que organizan –una vez más—el
mismo seminario sobre reforma del Estado. Muchachitos del ayer que luego de un
fracaso más “relanzan” una nueva versión (no corregida, pero sí aumentada) del
marxismo de ONG, con un pie en el 2016 y
el otro en una embajada.
Estos personajes tienen un común
denominador: la ausencia de fundamentos republicanos. Los políticos
tradicionalmente le han hablado al “pueblo” (a la “masa”, diría el ecuatoriano Abdalá
Bucaram). El tecnicismo de las políticas sociales focalizadas dirigió el
discurso hacia “poblaciones vulnerables”. Las reformas del Estado se han
concentrado en instituciones que funcionan en el libro de texto, pero que no
vinculan el régimen democrático con el individuo. El marxismo local –ya tú
sabes—encuentra identidades revolucionarias debajo de cualquier piedra.
Vamos a cumplir dos siglos como república y
todo este tiempo nos hemos hecho los locos con respecto al debate que subyace a
los sesgos de los personajes de los ejemplos citados: “¿Qué tipo de ciudadanos
deben ser los que se aprestan a mandar y a obedecer?”. Esa es la preocupación
que conduce a Hugo Neira a escribir “¿Qué es república?” (Lima, Universidad San
Martín de Porres, 2012). Un libro extraño para nuestro medio pero que, como
mucho de lo que escribe Neira, se adelanta al debate de mañana.
Se trata de un manual de filosofía política
para responder a la pregunta leitmotiv
de griegos y romanos, de Hobbes y de Rousseau, del infaltable Maquiavelo, de
revolucionarios franceses y federalistas gringos, entre tantos otros
“politólogos de su tiempo”. El autor es un guía en la historia de las ideas y
lleva de aliado a Max Weber para discutir los sistemas de racionalidad que las
sociedades han ido hilvanando. Nos conduce por la historia para estrellarnos con
la realidad actual.
Neira subraya que lo republicano consiste,
además de la libertad y la igualdad de los individuos, en pensar el bien común.
Es decir, en plantear nuestros objetivos como país más allá de nuestras
preferencias particulares, en imaginarnos como comunidad de ciudadanos tan
ancha en la que pueden caber extremos ideológicos -pero dentro de las reglas de
juego que impone la democracia. Fíjense lo relevante de esta interrogante, cada
vez que el país se polariza profundamente por cualquier excusa, ya sea el
indulto a Fujimori o la revocatoria a Villarán.
¿Es posible enfrentar nuestras posiciones
sin destruir nuestra comunidad? Precisamente por haber construido una república
a medias –dice Neira—“fabricamos tiranos, nuestras costumbres violentas diluyen
toda autoridad, nuestro contrato social consiste en que no lo haya”. Cada vez
más, la lógica de la guerra civil se impone. No hay necesidad de las armas para
el enfrentamiento desleal, para el insulto gratuito al que piensa distinto. Hemos olvidado nuestro bien común, nos recuerda Neira.
Publicado en El Comercio, 13 de noviembre del 2012.
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