Su sola evocación provoca a muchos, rechazo.
Son capaces de generar odios, aborrecimientos o, al menos, antipatías. Sus
nombres están estigmatizados por un reciente pasado oscuro, el cual es “preferible
olvidar”. Pueden ser sinónimo de autoritarismo, corrupción y violaciones a los
derechos humanos. Constituyen una estirpe política nefasta para la
consolidación de la democracia. Sin embargo, son una quinta parte del
electorado peruano y aparentan una firme cohesión. Son los “Mad Men” de nuestra
fauna política.
El 5 de abril de 1992 inició un periodo caracterizado por la
legitimación de la “mano dura”, del despotismo y la arbitrariedad en base a una
política de resultados. Ese día se firmó la partida de nacimiento del
pragmatismo abusivo y oportunista que tantos buscan imitar sin suerte. Este
estilo de política utilitaria no tendría éxito entre nosotros sino fuera por
los seguidores que ha cultivado. El “auto-golpe” también dio a luz a los fujimoristas
de a pie, una suerte de Mad Men criollos de voto vergonzante que resultan incomprensibles
e insanos para el razonamiento “caviar” de nuestros guardianes de la corrección
política.
Los analistas sostienen la existencia de una identidad
política fujimorista cohesionada, pero no abundan esfuerzos para medir su real magnitud
(los resultados electorales son muy coyunturales); mientras que su intelectual
comprometido favorito prefiere quedarse con la imagen de la cúpula y no
escarbar en las bases sociales fujimoristas para evitar una realidad que atenta
contra sus deseos. Solo se conoce el estudio cualitativo de Adriana Urrutia que
constituye la primera aproximación sistemática al mundo naranja.
El fujimorismo duro está más cerca del 7% que votó por
Martha Chávez el 2006, que del 23% de la primera vuelta del 2011. De acuerdo
con una encuesta del IOP-PUCP, un 11%, en promedio, votaría definitivamente por
un fujimorista tanto al Congreso como a la alcaldía provincial y al gobierno
regional. Siguiendo este tipo de medición, el fujimorismo “vergonzante” (aquél
que vota naranja y esconde la mano) se encuentra en un 24%. La suma sería lo
que Keiko Fujimori calcula como sostén de la institucionalización de su fuerza
política en un nuevo y definitivo partido.
Existe igualmente un anti-fujimorismo militante. Un 40% del
electorado nunca votaría por un fujimorista a ningún puesto de elección
popular. Consistentemente, interpelados sobre la opinión de los seguidores del
fujimorismo, un 32% cree que las bases fujimoristas solo buscan su beneficio
personal, mientras que el 7% los considera fanáticos e intolerantes.
El ciudadano fujimorista tiene una imagen más positiva que
el propio “ciudadano” Fujimori. El 17% sostiene que los fujimoristas son
“buenos peruanos que buscan lo mejor para el país”, mientras que un 12% los
considera “equivocados políticamente, pero bien intencionados”. Otro 17% carga
las culpas a sus elites: los consideran “bien intencionados, pero manipulados
por sus dirigentes”.
A pesar del desprestigio que los cubre, comprender las
razones de los seguidores de Fujimori implica ante todo superar el simplismo
que divide la política entre los “sanos y sagrados” demócratas y los “Mad Men”
que seguirán votando por quien destruyó nuestras instituciones.
Publicado en El Comercio, el 10 de Abril del 2012.
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