Wednesday, January 9, 2013

El "rational" cholo


Las grandes ciudades suelen acoger a habitantes progresistas, con tolerancia hacia patrones diferentes de comportamiento y con valores postmateriales, en los cuales las ideas importan más que el dinero.  Lima es la quinta ciudad más poblada de Latinoamérica y la vigesimosexta del mundo. Sin embargo, a diferencia de otras metrópolis, normalmente ha elegido a autoridades de perfil conservador. Su primera alcaldesa de izquierda corre el riesgo de ser revocada. ¿Por qué?

Mi hipótesis es que los procesos migratorios en un contexto de pérdida de vigencia de los partidos  y prédica antipolítica han formado a un elector materialista, para quien la política se debe traducir en un bien concreto; un votante que prioriza el pragmatismo sobre los ideales, a quien le estorba la política organizada y sólo busca eficiencia en la administración pública. El limeño, sostengo, es una modalidad de actor racional antipolítico. Es un rational cholo.

El rational cholo es la expresión política de la informalidad. Trabaja más de ocho horas, no tiene seguro social ni jubilación. Su experiencia laboral es algo así como un plurisubempleo. No está sindicalizado, obviamente, ni pertenece a ninguna organización que defienda sus derechos. No tiene tiempo alguno para la política, salvo que encuentre un beneficio directo -desde un regalo, un cachuelo o la promesa de un trabajito.

El rational cholo puede ser de izquierda o derecha. No se cree el cuento de que es la semilla del capitalismo popular (Hernando de Soto) o la formación de un orden alternativo en el que otro mundo es posible (inserte risas). Votó por Izquierda Unida en los ochenta porque le permitió el acceso a un terreno, a un título de propiedad, a agua, luz, pistas y veredas, no porque se adscribía al socialismo. Desde entonces, sólo la derecha sintonizó con él; votó por Ricardo Belmont porque ya rechazaba la política tradicional, por el Alberto Andrade de los intercambios viales, por el Luis Castañeda de las escaleras y de los hospitales de la solidaridad.

El rational cholo difícilmente será militante de un partido. Su cultura política es individualista y los proyectos colectivos importan en tanto solucionan asuntos puntuales. No da la vida por una causa ni compromete su pensar. Su volatilidad política es el signo de su precariedad cotidiana. Tiene simpatías, eso sí, que pueden durar hasta que aparezca un postor más atractivo.

El rational cholo no es emergente porque nunca emergió. No es emprendedor porque no consolida empresas (salvo excepciones que dan el salto con Photoshop a las páginas sociales).  Es el hombre que calcula, maximiza oportunidades y minimiza costos sin importar tiendas políticas ni discursetes de márketing. Es quien ha construido Lima -y el Perú- sin mayor visión que el día a día. Para él, no existe el futuro, solo el presente.

Es un ciudadano del mundo distinto que vive en la capital de un país “modelo de crecimiento económico” por pura casualidad. No cree que el desarrollo sea vivir como se sufre Lima. “El desarrollo debe ser otra cosa”, pero no sabe qué.

Publicado en El Comercio el 8 de enero del 2013. 

En defensa del Congreso


Es una de las instituciones políticas más desprestigiadas, aquí o en cualquier democracia del mundo. Parecería que, inclusive, su función es la de pararrayos de la insatisfacción ciudadana. El Congreso puede sintetizar todo lo que rechazamos de la política: resultados poco concretos, lentitud, demagogia, intromisión de intereses particulares en asuntos públicos. Políticamente resulta suicida defenderlo, pero es necesario hacerlo.

La democracia se funda en el equilibrio de poderes, en el cual la rama legislativa es el primer poder del Estado. En ella recae la representación ideológica, regional, y clasista de nuestra sociedad. En la práctica, sin embargo, no ha conseguido traducir los votos en bancadas que transmitan a través de leyes y fiscalizaciones el clamor de un país complejo, para muchos, imposible de representar.

Nuestro Parlamento carece de congresistas experimentados y de grupos cohesionados programáticamente (con la excepción del fujimorismo). La baja tasa de reelección, la débil consistencia de las alianzas políticas y un excesivo centralismo coadyuvan como factores estructurales que suman al desprestigio propio de carreras legislativas, en la mayoría de los casos, opacas y no ajenas a escándalos.

Sin embargo, desde el 2011 se han emprendido iniciativas que –si bien son polémicas—han buscado salir de la inercia del desprestigio y la inoperancia. El Pleno Descentralizado de Ica, la formación de “gestores parlamentarios” y el reciente incremento de los gastos operativos conforman esa serie de intentos por hallar la fórmula perdida de la representación política.

Paradójicamente estas medidas (truncadas por presiones mediáticas) han sido el blanco de severas críticas de parte de un sector de la prensa de probada reputación democrática. Cualquier acción que involucre gastos adicionales –por más que sea legal—es atacada irremediablemente. ¿Cómo fortalecer el Congreso entonces? ¿Cómo convertirla en una institución receptiva a los ciudadanos? ¿Es posible mejorar nuestra política sin recurrir a abrir la billetera?

El cuestionamiento a los malos congresistas no debería conducir a la estigmatización de la institución parlamentaria como tal. La crítica llevada a los extremos puede resultar cómplice de los reflejos autoritarios que produjeron, ya una vez, el cierre del Legislativo.

El 5 de abril de 1992 se explica con tres elementos: un Ejecutivo ambicioso, autoritario y sin valores democráticos; una opinión pública convencida de que se puede prescindir de su principal canal formal de representación; y un contexto generalizado de crisis. No cumplimos el tercer requisito, afortunadamente; pero no estamos curados de los dos primeros.

Por un lado, parecería que hemos aprendido la lección: sabemos en carne propia a lo que puede llevar un Ejecutivo sin Congreso ni Poder Judicial. Pero por otro, creería que nuestra “democracia dedo meñique” prefiere las formas del “buen gusto” neoliberal (Estado austero, partidos elitistas, congresistas de páginas de sociales) que es capaz de sacrificar un pilar de la democracia, con tal de extinguir “otorongos”. No es necesario “adoptar a un congresista”, sino adoptar con sensatez una posición crítica y, a la vez, propositiva. El futuro de la democracia se lo agradecerá.

Publicado en El Comercio el 1 de enero del 2013.

Lo que nos queda


Un análisis sistemático de los hechos del 2012 nos puede ayudar a develar las principales características del funcionamiento de la política peruana. La ausencia de partidos enraizados no nos ha conducido al desgobierno, todo lo contrario. El Presidente Humala goza de una mediana popularidad, la primera dama es la figura política con más futuro y los peruanos pasaremos el almanaque con más expectativas que pesimismos.

Considero que el actual gobierno viene ensayando un perfil propio tratando de guardar distancia con el modelo del piloto automático. El poder bicéfalo –qué dudas caben— consiste en el presidente Humala en el rol de policía malo (del provocador “Conga Va” al reflejo primario de los estados de emergencia) y en Heredia perfeccionando la sonrisa Kolynos ante las cámaras (de la mano de “sus” ministras sociales).

La vía de la mano dura demostró su caducidad. Valdés Dancuart, su “ministro símbolo”, fue expectorado sin pena ni gloria. Las carteras de orden interno han deambulado sin norte político. La apuesta militar en el VRAE ha sido a todas luces un fracaso. Solo cuando se le puso más “rostro social” (por ejemplo, Beca 18 en los valles cocaleros) la situación empezó a mejorar. Heredia comprendió que tenía que ser menos groupie de estrellas de paso y más “motor y motivo”. Quedó claro que no se necesita un Primer Ministro autónomo (Lerner, Valdés) sino uno que reconozca y asuma su lugar en la casa (Jiménez).

La principal oposición sigue siendo la conflictividad social. El hecho de que las tensiones hayan disminuido no nos debe hacer pasar por alto el dolor por los fallecidos (civiles y fuerzas del orden) y la bronca acumulada por la indiferencia estatal (Espinar, Conga). El gobierno pretende reconquistar a su electorado perdido a través de políticas sociales que empiezan a satisfacer a miles de compatriotas (a quienes Usted solo puede ver por televisión nacional). La inclusión de Huaroc  en la PCM es un signo positivo (por su experiencia política), pero aún aislado ante el déficit de cuadros políticos y una embrionaria tecnocracia social.

La principal amenaza es los nuevos Sendero. El pensamiento radical y antisistema se viene aglutinando con una fortaleza que provoca envidia en los partidos democráticos. Mientras MOVADEF demuestra cambio generacional, nuestros expertos en la materia no saben cómo reaccionar ni política ni intelectualmente. La academia está más preocupada por justificar y/o atacar posiciones ideológicas contrarias (“caviares” y “DBA”) que por comprender este país que avanza económicamente con una democracia zigzageante.

Nos queda una mediocre estabilidad política. Porque la conflictividad y la informalidad (antónimos de modernidad y progreso) son los problemas estructurales que no se resuelven con pastillas para el dolor de cabeza, sino con un proyecto político que contenga interpretación de país y lineamientos a largo plazo. Esa materia gris y visión política no abundan en Palacio, pero tampoco en universidades ensimismadas en sus pugnas con curas y con senderistas. Siempre nos queda un golpe de suerte. Es que Dios es peruano, ¿no?

Publicado en El Comercio, el 25 de Diciembre del 2012.

La reelección presidencial

Proponer la posibilidad de una reelección presidencial inmediata parece una injuria en nuestro ambiente político. El pasado reciente de manipulación autoritaria de esta regulación por Alberto Fujimori (y esa costumbre nacional de legislar con nombre propio) ha envilecido una regla democrática con virtudes que paso a enumerar.
Este tipo de reelección explicita un principio básico del juego democrático: la posibilidad de premiar y castigar al gobernante. Así, el mandatario tiene incentivos no solo para realizar una buena gestión, sino además para cumplir las promesas electorales que lo llevaron al gobierno. Es decir, se establece un mecanismo de rendición de cuentas que sustenta la representación política.
Por otro lado, de concretarse una reelección, hay mayores oportunidades para el aprendizaje político, no solo de las élites, sino también de los cuadros y miembros del grupo oficialista que llegan al poder para ocupar puestos de confianza. Los funcionarios públicos con más experiencia –qué duda cabe—son aquellos que han pasado por más de un periodo gubernamental.
Desde que se canceló la reelección presidencial inmediata en el Perú (2001), los presidentes de turno han atravesado dificultades para mantener una alta popularidad. Al no existir una exigencia formal de responder por sus medidas ante la ciudadanía (o al menos ante su electorado), fácilmente abandonan sus “causas” originales, “traicionan” expectativas y ahondan la desconfianza ciudadana en la vía electoral como el mecanismo por el cual se elige a quienes llevarán adelante las demandas e ideales de los votantes.
Ni Toledo ni García auspiciaron candidaturas propias (provenientes de sus emblemas políticos al menos) que los sucedan eventualmente en el poder. Sus bancadas parlamentarias apenas mantuvieron la inscripción (no es casual la baja tasa de reelección congresal) y el personalismo se acentuó al interior de cada respectivo proyecto político. El nacionalismo de la dupla Humala-Heredia busca, aparentemente, cambiar la historia con la potencial candidatura presidencial de la actual primera dama.
Si bien es cierto que el gobierno tendría que adulterar las reglas de juego para legalizar la candidatura de Heredia, plantearse esa posibilidad (reconocida públicamente o no) lo hace una gestión más receptiva a conquistar el apoyo popular, con una perspectiva de largo plazo y con ratings de aprobación que mejoran cada vez que se discute la reelección de la pareja presidencial.
La tentación autoritaria y clientelar es el mayor riesgo. Sin embargo, la experiencia debería servirnos para neutralizar los efectos negativos de la reelección sucesiva, no para descartar un mecanismo institucional que potencialmente puede fortalecer a partidos en permanente sequía de cuadros sin experiencia y militancia sin ambición. Quizá la fórmula de una reelección con periodos recortados a cuatro años sería ideal para evitar “atornillamientos” en el poder. En todo caso, es una reforma que amerita plantearse en serio para los próximos años, más allá de la hipotética candidatura de Heredia, que, de prosperar, le haría un severo daño a la institucionalidad y el respeto a las normas en nuestro país.
Publicado en El Comercio el 18 de Diciembre del 2012.

Tuesday, December 18, 2012

Cómo (no) construir partidos fuertes


Los politólogos también sueñan. Cuando lo hacen, conciben una política basada en organizaciones sólidas (formales e informales), con vínculos estrechos con la sociedad (también organizada), con militantes registrados en comités en todo el país. Los que idearon nuestra vigente Ley de Partidos tenían una mano en el manual de texto y la otra en la almohada.

Pero luego de tantas reformas, seminarios internacionales, ensayos y columnas, este modelo de partido no asoma en la realidad. Les propongo una hipótesis alternativa, contraintuitiva e injuriosa: ¿y si para construir partidos no necesitamos –inevitablemente- partir de organizaciones?

Los que han obedecido la premisa de la organización son los partidos que sobreviven el colapso, como el APRA, el PPC y Patria Roja. Pero solo este último  se articulado de manera eficiente con sectores  aglutinados de la sociedad civil (ronderos y magisterio), aunque ello no sea suficiente para tener relevancia electoral (y no solo de movilización) más allá de Cajamarca.

Conocemos bien el diagnostico: la política ha cambiado abruptamente. La terciarización e informalización de la economía mermaron la participación en gremios y sindicatos. La sociedad y los partidos se distanciaron sin capacidad de intermediación. Los medios de comunicación vaciaron las plazas. ¿Entonces, por qué insistir exclusivamente en una política basada en organizaciones? ¿Por qué seguir vendiendo la idea de que solo de ese modo se puede “reconstruir” la política peruana?

Mis colegas olvidan que los partidos están compuestos por personas. No solo por élites ambiciosas, sino también por individuos que --sin mediación orgánica alguna-- pueden lograr identificarse con un proyecto político, tanto a nivel ideológico como emocional. Los partidos fuertes perduran porque han conquistado “las mentes y corazones” de ciudadanos de a pie. Para ello no se necesitan carnets de afiliados ni “vida partidaria”. El fujimorismo ha demostrado que para seguir vigente, hasta se puede prescindir de estructuras organizadas.

El fujimorismo contradice la receta orgánica: se cambió ocho veces de nombre, no construyó una red de comités provinciales ni se acerca al movimiento social (quizás porque no sabe cómo), pero ha generado lo más cercano a una militancia.  Solo ahora que parece haber asegurado un electorado cautivo con fieles seguidores, piensa en su institucionalización.

El fujimorismo aprendió a hacer una política distinta a la tradicional. Prescindió también de tales formas y utiliza los medios (hasta programas radiales casi clandestinos) como su principal fuente de difusión de identidad, ideología e imaginario. Para bien o para mal, está diariamente en los periódicos y noticieros.

Por eso no concuerdo con los que sostienen que su “única” plataforma es la libertad de Alberto Fujimori. Detrás de ese “emblema” hay una interpretación utilitarista de la justicia, de las prioridades al momento de gobernar; está el corazón de su ideología de “mano dura”.

Los partidos fuertes se construyen sobre todo a partir de identidades que logran incorporar a los desconfiados y desafectos a una opción política y convertirlos en creyentes. La organización es, en el mejor de los casos, un segundo paso.

Publicado en El Comercio, el 11 de diciembre del 2012.

Monday, December 10, 2012

Fallos y partidos


La fase oral en La Haya se ha iniciado, con lo que la demanda de límites marítimos entre Perú y Chile ante la Corte Internacional de Justicia entra a su etapa decisiva. Hasta el momento, los equipos diplomáticos han sido los protagonistas en la preparación de los alegatos. Pero una vez que empiezan a develarse las estrategias, los efectos del proceso y la asimilación de los fallos, la iniciativa recae en los partidos políticos.

A pesar del creciente desencanto ciudadano (protestas estudiantiles y un 60% de abstención en las recientes consultas municipales), Chile se sostiene en una política partidarizada. Después de la dictadura de Pinochet, ha consolidado un sistema basado principalmente en dos alianzas multipartidarias. La derechista (ex Alianza) Coalición (formada por la UDI y por Renovación Nacional) y la opositora Concertación (bloque centroizquierda). Aunque en la última campaña presidencial surgió una tercera fuerza electoral (encabezada por Enríquez-Ominami), los dos frentes mencionados estructuran todos los rincones de la política chilena, incluyendo su diplomacia.

A diferencia de la dispersa política peruana, los partidos chilenos están cohesionados en torno a criterios ideológicos, habilitan patrones ordenados de carrera política y son espacios de socialización de sus cuadros. Se constituyen en intérpretes que comunican mensajes digeridos a sus electores. El mayor porcentaje de informados sobre el diferendo marítimo en el país sureño tiene que ver con esta virtud política. De acuerdo con la encuesta binacional realizada por GfK un 18% y 33% de chilenos se sienten “bastante” y “algo” informados, respectivamente, contrastando con un 3% y 21% de peruanos en los mismos rubros.

La reunión de ex presidentes chilenos con Piñera –interpretada por el optimismo peruano como un reflejo nervioso— es sobre todo un gesto de unión de esta élite (ya sea un control de daños anticipado o no) que la peruana no ha logrado replicar más allá de declaraciones aisladas. El hecho que el fujimorismo insistiera en distraer al canciller Roncagliolo en el Congreso es sintomático de la ausencia de un sentido común compartido entre oficialismo y oposición.

La clase política peruana estaría preparada principalmente para administrar un fallo favorable. Se hablaría de otra “isla de eficiencia” (Torre Tagle) y se demostraría paradójicamente las “virtudes” de los personalismos (Wagner-García Belaúnde-Roncagliolo juegan de memoria) en un dominio (la diplomacía) donde las componendas políticas no han mellado la calidad profesional. Probablemente el presidente Humala alcanzaría más popularidad que su esposa. Un resultado insatisfactorio ahondaría en la desconfianza ciudadana y sería aprovechado por oposiciones (sistémicas y extrasistémicas) para hacer leña del nacionalismo caído.

En un año electoral en Chile, un fallo en contra de sus intereses tendría consecuencias en el juego interno. Pese a que la responsabilidad de la defensa es compartida por concertacionistas y el oficialismo, la cuerda se rompe por el lado más débil: la pobre popularidad de Piñera (30%). Paradójicamente, bajo este escenario, a los peruanos les tocaría confiar en que la élite partidaria sureña  controle sus exhabruptos nacionalistas y demuestre que su creciente delegitimación social no ha afectado su categoría.

Publicado en El Comercio el 4 de diciembre del 2012.