Mi viejita y las ciencias sociales
Teníamos un pequeño bazar en un mercado cooperativo de mi barrio, en Zárate. Todas las mañanas acompañaba a mi madre a “abrir el puesto”. Intuyo que mi vocación por las ciencias sociales debe haber nacido en ese lugar. De niño no llegaba siquiera al mostrador, pero desde atrás de él veía una variopinta cantidad de gente pasar, previa explicación materna: “ahí viene la pituca, ella siempre me compra algo”; “esa pareja, no pueden tener hijos, pero no se cansan de comprar juguetes, que pena, y son tan jóvenes”; “ya me cansa el vendedor de perfumes, ese es un palabrero”. Desde aquél asiento detrás del mostrador fui creciendo y sacando mis primeras “conclusiones”: la “pituca” bien maquillada, de aretes inmensos y labios pintados, aquellos signos “exteriores de riqueza”; la pareja de esposos jóvenes que exorcizaba la ansiedad de la espera, comprando juguetes para un niño que no tenían certeza si nacería; el vendedor de una sola camisa, pero siempre recién planchada y almidonada, que con portafolio en mano iba de puesto en puesto convenciendo del éxito que tendría el nuevo perfume de la línea Royal Régimen. Era una suerte de muestra aleatoria de ese mundo de mercado de barrio, la “n” de mi primera encuesta.
Cuando crecí, mi madre ya me dejaba explorar el resto del mercado por mi cuenta. Así fui conociendo la opulencia de los puestos de abarrotes, el colorido de los que vendían útiles de oficina y figuritas Navarrete, la sazón de la señora que vendía la chanfainita más rica que he probado hasta ahora, la belleza serena de Consuelo, la chica de los jugos, una suerte de Lucía Méndez de los pobres…y la jocosidad de mi estimado compadre Tacita (le llamábamos así porque tenía una sola oreja) que me cortaba el cabello gratis porque se moría por mi prima quien nunca le dio bola (“ay tía, si tiene una sola oreja!”). Las bocinas colgadas estratégicamente en las esquinas del mercado servían para anunciar que habían encontrado a un niño perdido o la fecha de la nueva asamblea (mis primeras experiencias con la “democracia participativa”). De otro modo, solo se escuchaban boleros cantineros a propuesta del señor Manrique, el secretario de actividades culturales y encargado del equipo de locución. Los compases de la Cárcel de Sin Sing me devuelven inevitablemente a aquellos metros cuadrados de brasieres, blondas y medias cubanitas.
Una mañana muy temprano tocaron la puerta de la casa. Una banda de asaltantes había ingresado al mercado durante la madrugada a robar varios puestos, incluyendo el nuestro: “comenzaron por el suyo, señora”, dijo un policía. No se me han borrado de la memoria las imágenes de la puerta rota, la mercadería desordenada, los estantes vacíos. (También recuerdo al regidor de Izquierda Unida ofrecer ayuda que nunca se concretaría). Nunca más el bazar Cameg (llevaba las iniciales de mi nombre) volvió a ser el mismo. La crisis de los ochenta nos golpeó aún más y terminamos por vender el puesto donde al lado de mi madre aprendí a conocer a la gente que no se conoce, a formar mis primeros prejuicios sociales en base a conversaciones de diez minutos con cada cliente, a respirar el mundo de los comerciantes pre-SUNAT, a distinguir a simple vista un modesto 32A de un respetable 34B.
Pd. El Perú sufre de Edipo cada vez que llega el día de la madre y no quería ser ajeno a ello. Con este post inicio una sección llamada Homesick (sobre algunos recuerdos de los lugares donde crecí). Obviamente, va dedicado a mi viejita(que hoy día tiene una tienda de abarrotes en la casa) y a la tuya también.
Cuando crecí, mi madre ya me dejaba explorar el resto del mercado por mi cuenta. Así fui conociendo la opulencia de los puestos de abarrotes, el colorido de los que vendían útiles de oficina y figuritas Navarrete, la sazón de la señora que vendía la chanfainita más rica que he probado hasta ahora, la belleza serena de Consuelo, la chica de los jugos, una suerte de Lucía Méndez de los pobres…y la jocosidad de mi estimado compadre Tacita (le llamábamos así porque tenía una sola oreja) que me cortaba el cabello gratis porque se moría por mi prima quien nunca le dio bola (“ay tía, si tiene una sola oreja!”). Las bocinas colgadas estratégicamente en las esquinas del mercado servían para anunciar que habían encontrado a un niño perdido o la fecha de la nueva asamblea (mis primeras experiencias con la “democracia participativa”). De otro modo, solo se escuchaban boleros cantineros a propuesta del señor Manrique, el secretario de actividades culturales y encargado del equipo de locución. Los compases de la Cárcel de Sin Sing me devuelven inevitablemente a aquellos metros cuadrados de brasieres, blondas y medias cubanitas.
Una mañana muy temprano tocaron la puerta de la casa. Una banda de asaltantes había ingresado al mercado durante la madrugada a robar varios puestos, incluyendo el nuestro: “comenzaron por el suyo, señora”, dijo un policía. No se me han borrado de la memoria las imágenes de la puerta rota, la mercadería desordenada, los estantes vacíos. (También recuerdo al regidor de Izquierda Unida ofrecer ayuda que nunca se concretaría). Nunca más el bazar Cameg (llevaba las iniciales de mi nombre) volvió a ser el mismo. La crisis de los ochenta nos golpeó aún más y terminamos por vender el puesto donde al lado de mi madre aprendí a conocer a la gente que no se conoce, a formar mis primeros prejuicios sociales en base a conversaciones de diez minutos con cada cliente, a respirar el mundo de los comerciantes pre-SUNAT, a distinguir a simple vista un modesto 32A de un respetable 34B.
Pd. El Perú sufre de Edipo cada vez que llega el día de la madre y no quería ser ajeno a ello. Con este post inicio una sección llamada Homesick (sobre algunos recuerdos de los lugares donde crecí). Obviamente, va dedicado a mi viejita(que hoy día tiene una tienda de abarrotes en la casa) y a la tuya también.
Labels: Homesick