El duro espejo boliviano
Diciembre de 2009. Cierre de campaña presidencial. 200.000 personas se concentraban en El Alto, ciudad adyacente a La Paz, para recibir a Evo Morales, por entonces candidato a la reelección. Agrupados alrededor de sindicatos y gremios, organizaciones comunales y ‘ayllus’, los asistentes coreaban el nombre de su líder, quien al bajar de un helicóptero se parecía más a un ‘rockstar’ que a un político latinoamericano contemporáneo. En aquellas elecciones, Morales obtendría la mayor votación histórica de un político boliviano: 65%. Definitivamente vivía un idilio con su pueblo, que parecía iba a perdurar largamente.
Septiembre de 2011. En las plazas de La Paz se reúnen colectivos pro indigenistas y medioambientalistas para apoyar la marcha que desde el 15 de agosto vienen realizando las comunidades nativas del Tipnis (Territorio Indígena y Parque Nacional Isiboro Sécuren) en contra del proyecto del Gobierno de Morales de construir una carretera que cruce el territorio protegido atentando contra la reserva natural y contra sus propiedades. “Yo voté por Evo –me dice una activista– y hoy me arrepiento”. Luego del ‘gasolinazo’ de diciembre pasado –eliminación de subsidios para nivelar el precio del combustible a los estándares regionales– la popularidad del presidente ha caído y no levanta cabeza: 35%. Pero ahora, diez asambleístas indígenas del MAS (partido de gobierno) amenazan con renunciar y relevantes apoyos sociales del régimen –indígenas y obreros– se movilizan en su contra. ¿Qué pasó en dos años para que la promesa de genuina representación política se desplomara y comenzara su más serio trance? ¿Si Morales no es capaz de cerrar la brecha de crisis de representación, qué alternativas quedan en Bolivia? ¿Cuáles son las lecciones para el Gobierno de Ollanta Humala?
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