Participación y baja institucionalización
Dudas, certezas y temores sobre la revocatoria
Las democracias se hacen un harakiri cuando se profundizan sin institucionalizarse previamente. Ese es el argumento que plantea Steven Levitsky para cuestionar la revocatoria como un instrumento de participación ciudadana. En democracias débiles se corre el alto riesgo de que los instrumentos de participación directa se politicen (es decir que se utilicen para perjudicar a rivales políticos) y es así como la democracia atenta contra sí misma: la revocatoria “(es) un golpismo disfrazado de participación ciudadana”, concluye dicho politólogo. Por lo tanto, se desprende que sistemas políticos como el nuestro (quizás extendible a los países andinos) no deberían desarrollar mecanismos de participación porque terminarían rápidamente siendo tergiversados por intereses particularistas. Entonces, ¿Qué hacemos con la participación? ¿Tenemos que esperar a tener una democracia institucionalizada para empezar a diseñar los mecanismos de democracia directa? ¿Estamos frente a una suerte de darwinismo institucional? ¿O tenemos que aguardar a que sean actores políticos de probada altura moral --¿según quién?-- para ponerlos en práctica?
En América Latina, Ecuador es el pionero en establecer mayores márgenes legales para alentar la intervención de la ciudadanía en asuntos públicos, pero no podemos decir que precisamente por ello fue inestable políticamente (de hecho, hubo alternancia ordenada de poder desde 1979 hasta 1995 bajo esas instituciones). Del mismo modo, Uruguay –que es el verdadero campeón regional en este tipo de mecanismos, y no Venezuela— podría ser el ejemplo paradigmático de las bondades de la democracia directa. El sistema político uruguayo es institucionalizado, se podría refutar; pero lo participativo siempre fue politizado, se podría retrucar. Mi punto es que no hay evidencia empírica que sostenga la rigidez de que bajo condiciones de baja institucionalidad la participación atenta contra la democracia. Pero tampoco podemos demostrar lo contrario. En este caso no hay certezas; sí, dudas razonables, pero sobre todo muchos temores.
Los riesgos a la estabilidad democrática no solo provienen de su débil asentamiento institucional, sino también del poder de veto que tengan tanto el oficialismo como la oposición. Por eso mismo considero que la revocatoria es una oportunidad para Villarán de poder relegitimarse. Se abre una arena de competencia política entre elecciones donde los desafiantes (llamémoslos “chicos malos”) retan a los que sostienen un poder con baja popularidad (digamos los “chicos buenos”). La revocatoria implica movilización ciudadana, recurso del que tanto “buenos” y “malos” carecen. Una cosa es la opinión pública encuestada y otra pasar a un nivel de activismo necesario para la recolección de firmas. Levitsky asume el axioma de los “rivales políticos golpistas” (que tanto complace a los acríticos susanistas), pero no ve la posibilidad que tendría Villarán (si está a la altura, claro) de convertir la revocatoria en una ventana de oportunidad para construir vínculos políticos con los sectores desafectos a su gestión. Es decir, ganar una propia legitimidad social.
Recordemos que “buenos” y “malos” en esta historia se parecen en lo esencial: no conforman partidos, no tienen el control acrítico del electorado, no están organizados (lección que aprendimos gracias al propio Levitsky), por lo que los revocadores también deberían estar asustados de sus propias deficiencias. La participación ciudadana tiene un lugar en nuestras democracias, y el real politik no debe justificar los cuestionamientos hacia un derecho ciudadano que tanto merecen las democracias institucionalizadas como sus versiones “más atrasadas”.
Pd. Esta es mi última columna en Correo Semanal. Seguiré participando eventualmente a través de otras colaboraciones. Agradezco a su director por el apoyo en esta etapa.
Publicado en Correo Semanal, 26 de Enero del 2012
Las democracias se hacen un harakiri cuando se profundizan sin institucionalizarse previamente. Ese es el argumento que plantea Steven Levitsky para cuestionar la revocatoria como un instrumento de participación ciudadana. En democracias débiles se corre el alto riesgo de que los instrumentos de participación directa se politicen (es decir que se utilicen para perjudicar a rivales políticos) y es así como la democracia atenta contra sí misma: la revocatoria “(es) un golpismo disfrazado de participación ciudadana”, concluye dicho politólogo. Por lo tanto, se desprende que sistemas políticos como el nuestro (quizás extendible a los países andinos) no deberían desarrollar mecanismos de participación porque terminarían rápidamente siendo tergiversados por intereses particularistas. Entonces, ¿Qué hacemos con la participación? ¿Tenemos que esperar a tener una democracia institucionalizada para empezar a diseñar los mecanismos de democracia directa? ¿Estamos frente a una suerte de darwinismo institucional? ¿O tenemos que aguardar a que sean actores políticos de probada altura moral --¿según quién?-- para ponerlos en práctica?
En América Latina, Ecuador es el pionero en establecer mayores márgenes legales para alentar la intervención de la ciudadanía en asuntos públicos, pero no podemos decir que precisamente por ello fue inestable políticamente (de hecho, hubo alternancia ordenada de poder desde 1979 hasta 1995 bajo esas instituciones). Del mismo modo, Uruguay –que es el verdadero campeón regional en este tipo de mecanismos, y no Venezuela— podría ser el ejemplo paradigmático de las bondades de la democracia directa. El sistema político uruguayo es institucionalizado, se podría refutar; pero lo participativo siempre fue politizado, se podría retrucar. Mi punto es que no hay evidencia empírica que sostenga la rigidez de que bajo condiciones de baja institucionalidad la participación atenta contra la democracia. Pero tampoco podemos demostrar lo contrario. En este caso no hay certezas; sí, dudas razonables, pero sobre todo muchos temores.
Los riesgos a la estabilidad democrática no solo provienen de su débil asentamiento institucional, sino también del poder de veto que tengan tanto el oficialismo como la oposición. Por eso mismo considero que la revocatoria es una oportunidad para Villarán de poder relegitimarse. Se abre una arena de competencia política entre elecciones donde los desafiantes (llamémoslos “chicos malos”) retan a los que sostienen un poder con baja popularidad (digamos los “chicos buenos”). La revocatoria implica movilización ciudadana, recurso del que tanto “buenos” y “malos” carecen. Una cosa es la opinión pública encuestada y otra pasar a un nivel de activismo necesario para la recolección de firmas. Levitsky asume el axioma de los “rivales políticos golpistas” (que tanto complace a los acríticos susanistas), pero no ve la posibilidad que tendría Villarán (si está a la altura, claro) de convertir la revocatoria en una ventana de oportunidad para construir vínculos políticos con los sectores desafectos a su gestión. Es decir, ganar una propia legitimidad social.
Recordemos que “buenos” y “malos” en esta historia se parecen en lo esencial: no conforman partidos, no tienen el control acrítico del electorado, no están organizados (lección que aprendimos gracias al propio Levitsky), por lo que los revocadores también deberían estar asustados de sus propias deficiencias. La participación ciudadana tiene un lugar en nuestras democracias, y el real politik no debe justificar los cuestionamientos hacia un derecho ciudadano que tanto merecen las democracias institucionalizadas como sus versiones “más atrasadas”.
Pd. Esta es mi última columna en Correo Semanal. Seguiré participando eventualmente a través de otras colaboraciones. Agradezco a su director por el apoyo en esta etapa.
Publicado en Correo Semanal, 26 de Enero del 2012