No culpes a la lista
Porqué la eliminación del voto preferencial no solucionaría nada
Esta semana se debate en el Pleno la eliminación del voto preferencial para la elección de congresistas. El razonamiento de los que están a favor es el siguiente: el voto individualizado por un postulante al Parlamento conduce a comportamientos perversos. Primero, genera una encarnizada disputa por los votos al interior de la propia lista al punto que rompe la unidad partidaria; los elegidos no sienten que deben su lugar al partido al que pertenecen sino a los votos de sus electores; y así terminamos eligiendo a cada impresentable que rápidamente se gana el apelativo de “otorongo”. Por lo tanto, dicen los eternos expertos como Henry Pease, “el voto preferencial tiene la culpa del debilitamiento del sistema político y de la democracia”. “Hay que eliminarlo”, “una reforma más, urgente!”, aclaman sus seguidores. ¿Pero acaso la desaparición del voto preferencial solucionaría los problemas de crisis de representación y de corrupción del Congreso peruano?
Un balance justo requiere mencionar también las virtudes del voto preferencial: el ciudadano tiene mayor capacidad de decisión, inclusive por encima de las cúpulas partidarias. Una lista cerrada, confeccionada exclusivamente por los mandamases de las organizaciones políticas, puede ser anti-democrática. El voto individualizado permite una elección doble: no solo es el endose a una agrupación sino también el apoyo hasta a dos candidatos. Pease plantea cerrar la lista congresal pero previamente organizar elecciones internas abiertas a todos los ciudadanos para elegir a quienes deban integrar las listas al Congreso. No entiendo su propuesta: ¿en vez de un solo proceso electoral, tendríamos dos: primero, una primaria con voto preferencial y luego una general ya con listas cerradas? Genialidades de institucionalistas.
(Existe un tipo de “experto político” que tiene una fascinación por lo que Eduardo Dargent llama “reformitis”. Piense, estimado lector, cuántos seminarios, talleres y chupetas se organizan bajo el título de “Reforma del Estado”. Sume a ello la cantidad de consultores, asesores y chamanes que engrosan las planillas del Estado y de la cooperación internacional con la justificación que son “reformistas”, que tienen el dato caleta del libro de Sartori para establecer una institución que nos salvará a todos de la mediocridad política).
No existe evidencia que los problemas del Congreso se resuelvan con un cambio en el mecanismo de elección. Hemos tenido buenos y malos congresistas bajo el sistema vigente. La calidad de la clase política en su conjunto no depende de esta reglamentación. Además, las disputas internas entre candidatos de una sola lista se solucionan creando mecanismos de cohesión partidaria. Por cierto, ¿quién ha dicho que la competencia intrapartidaria es siempre nefasta? Por el contrario, permite que el ciudadano aprecie matices necesarios en una misma plataforma política. En tercer término, los congresistas no sienten que representan a sus partidos porque éstos simplemente no existen. Al no haber vida partidaria, tienden a crear sus vínculos directamente con el electorado. No es culpa de la norma, sino de la realidad política.
Me sorprende cómo decisiones tan importantes como el cambio en las reglas de juego electorales se toman guiados por el capricho, por un sentido común coyuntural, y sobre todo sin contrastar con la realidad. ¿Acaso los reformistas han estudiado siquiera las prácticas concretas de la vida política en el interior del país? ¿Basta con lo que les cuentan sus “orejones”? Desde sus manuales llevan adelante una reforma aislada y basada en supuestos antojadizos. La mayor prueba de las limitaciones de la “reformitis” es que antes no teníamos Ley de Partidos Políticos pero teníamos partidos; hoy tenemos ley, pero no partidos. Moraleja: no busques al culpable fácil.
Publicado en Correo Semanal, 24 de Noviembre del 2011.
Esta semana se debate en el Pleno la eliminación del voto preferencial para la elección de congresistas. El razonamiento de los que están a favor es el siguiente: el voto individualizado por un postulante al Parlamento conduce a comportamientos perversos. Primero, genera una encarnizada disputa por los votos al interior de la propia lista al punto que rompe la unidad partidaria; los elegidos no sienten que deben su lugar al partido al que pertenecen sino a los votos de sus electores; y así terminamos eligiendo a cada impresentable que rápidamente se gana el apelativo de “otorongo”. Por lo tanto, dicen los eternos expertos como Henry Pease, “el voto preferencial tiene la culpa del debilitamiento del sistema político y de la democracia”. “Hay que eliminarlo”, “una reforma más, urgente!”, aclaman sus seguidores. ¿Pero acaso la desaparición del voto preferencial solucionaría los problemas de crisis de representación y de corrupción del Congreso peruano?
Un balance justo requiere mencionar también las virtudes del voto preferencial: el ciudadano tiene mayor capacidad de decisión, inclusive por encima de las cúpulas partidarias. Una lista cerrada, confeccionada exclusivamente por los mandamases de las organizaciones políticas, puede ser anti-democrática. El voto individualizado permite una elección doble: no solo es el endose a una agrupación sino también el apoyo hasta a dos candidatos. Pease plantea cerrar la lista congresal pero previamente organizar elecciones internas abiertas a todos los ciudadanos para elegir a quienes deban integrar las listas al Congreso. No entiendo su propuesta: ¿en vez de un solo proceso electoral, tendríamos dos: primero, una primaria con voto preferencial y luego una general ya con listas cerradas? Genialidades de institucionalistas.
(Existe un tipo de “experto político” que tiene una fascinación por lo que Eduardo Dargent llama “reformitis”. Piense, estimado lector, cuántos seminarios, talleres y chupetas se organizan bajo el título de “Reforma del Estado”. Sume a ello la cantidad de consultores, asesores y chamanes que engrosan las planillas del Estado y de la cooperación internacional con la justificación que son “reformistas”, que tienen el dato caleta del libro de Sartori para establecer una institución que nos salvará a todos de la mediocridad política).
No existe evidencia que los problemas del Congreso se resuelvan con un cambio en el mecanismo de elección. Hemos tenido buenos y malos congresistas bajo el sistema vigente. La calidad de la clase política en su conjunto no depende de esta reglamentación. Además, las disputas internas entre candidatos de una sola lista se solucionan creando mecanismos de cohesión partidaria. Por cierto, ¿quién ha dicho que la competencia intrapartidaria es siempre nefasta? Por el contrario, permite que el ciudadano aprecie matices necesarios en una misma plataforma política. En tercer término, los congresistas no sienten que representan a sus partidos porque éstos simplemente no existen. Al no haber vida partidaria, tienden a crear sus vínculos directamente con el electorado. No es culpa de la norma, sino de la realidad política.
Me sorprende cómo decisiones tan importantes como el cambio en las reglas de juego electorales se toman guiados por el capricho, por un sentido común coyuntural, y sobre todo sin contrastar con la realidad. ¿Acaso los reformistas han estudiado siquiera las prácticas concretas de la vida política en el interior del país? ¿Basta con lo que les cuentan sus “orejones”? Desde sus manuales llevan adelante una reforma aislada y basada en supuestos antojadizos. La mayor prueba de las limitaciones de la “reformitis” es que antes no teníamos Ley de Partidos Políticos pero teníamos partidos; hoy tenemos ley, pero no partidos. Moraleja: no busques al culpable fácil.
Publicado en Correo Semanal, 24 de Noviembre del 2011.